Cruz Oscura - Relato de Ricard Ibáñez

CRUZ OSCURA


Brilla una luna llena en un cielo tan estrellado y limpio que se podría incluso leer bajo su luz blanquecina, si se supiera de buenas letras. El joven soldado poco aprecio y escaso conocimiento tiene de ellas, y tampoco está de humor para abrir un libro, caso de que su gente hubiera traído alguno. Se sienta sobre una piedra abrazado a su espada, y se estremece, pese a que la noche es cálida, como corresponde a la noche más corta del año, la noche de San Juan.
El viejo se sienta a su lado, y el muchacho lo agradece en silencio. Sus compañeros afilan las armas, hablan poco o nada con él, se muestran sombríos y desconfiados. Pero el viejo es diferente. Sin caer en paternalismos de menguados, lo trata como si fuera su mentor. Y en muchos casos, ciertamente, así es.
- Hará una buena noche. El Diablo tiene suerte. ¿Sabes, joven hermano? Dicen los que ello creen que esta noche es fiesta grande en el Infierno, pues para ellos San Juan es tan celebrado como nuestra Navidad, y es el día en que el poder del Mal es más fuerte sobre la tierra…
- ¿Eso creéis vos? –Preguntó el muchacho tragando saliva-
- Eso creen ellos, y en la confianza estará su perdición. Dentro de unas horas caeremos sobre ellos… Será una buena cacería. –Miró al joven como si de pronto reparara en él y sonriendo añadió: -Esta es tu primera vez… ¿verdad?
- Es mi primera misión de batalla, si…
- Es normal tener dudas y miedo la primera vez, hermano. Tras esta noche todo será diferente. Cuando amanezca, tu vida habrá cambiado, y ya nunca podrás dar marcha atrás.
- ¿Por qué los demás no me hablan y evitan mirarme? ¿Es que acaso… es que acaso dudan de mí? ¿Piensan que a la hora de la verdad seré un cobarde?
- No hay cobardes en nuestra sociedad, hermano. Ningún juramentado puede serlo. No, esta es tu primera cacería, y lo saben, y les gustaría darte mil consejos, y al mismo tiempo temen establecer contigo un lazo y que luego mueras… ¡Perdemos a tantos hermanos! No hay tiempo para hacer amigos, ni ganas de hacerlos. Somos hermanos en nuestro credo y en nuestra lucha, y eso debería bastarnos. Falta aún un rato. ¿No quieres descansar un rato?
- No tengo sueño, ni creo que pudiera dormir.
- Entonces entretendré tu espera con un relato. Posiblemente lo conozcas en parte, pero nunca lo habrás oído como te lo voy a contar hoy…
La vieja tropezó y cayó, jadeante, con los pulmones a punto de estallar en el pecho, incapaz de dar un paso más. Sus perseguidores habían estado jugando con ella, y lo peor de todo es que la anciana lo sabía. Del mismo modo que podía ver más allá que ellos, del mismo modo que veía el fin de todo.
Se encogió sobre sí misma, hecha un ovillo, y cerrando los ojos rezó a la diosa. Parecía un montoncillo de harapos tirados sobre el camino...
… pero eso no iba a engañar a los que la seguían, que irrumpieron dando gritos en el lugar. Se pararon al ver a la vieja, y pareció que andaban temerosos de acercarse. Pero nunca la malicia humana ha necesitado del contacto físico para matar, y si el buen Dios ha llenado el mundo de piedras, por alguna cosa será. Y piedras llovieron sobre la vieja, entre risotadas y bravatas, de esas que, en el fondo, no son otra cosa que hijas del ayuntamiento entre la cobardía y el miedo.
- ¡Pero…! ¿Qué Infiernos?
El caballero había aparecido montado en su caballo, que avanzaba al paso, no tanto por no forzarlo como para que su jinete pudiera disfrutar del viaje. Era evidente que era un caballero, y era evidente que no iba a la guerra, sino que venía de ella. Vestía un simple peto de cuero en lugar de la túnica de malla, que traía sin duda envuelta en la manta, en la grupa de su caballo. De la silla colgaban también el escudo y el casco. Era evidente que el azar y no otra cosa lo habían llevado hasta allí. Y era evidente también que no le gustaba lo que veía.
Los campesinos dejaron de apedrear a la vieja, que seguía sin moverse, quizá muerta ya, mirando al señor como unos niños sorprendidos en mitad de una travesura. Finalmente uno de ellos, más audaz que los otros, lanzó una piedra contra el caballero. Lo hizo con buen tino, que le dio en el hombro, pero con ello rompió el hechizo. El jinete lanzó un rugido de ira, desenfundó la espada y cargó contra los alborotados, que se dispersaron como palomas asustadas. Todos menos uno, que cogiendo una piedra de mayor tamaño corrió contra la vieja, farullando palabras inconexas, sin duda para asegurarse que se quedaba bien muerta. Como no podía ser de otro modo, el caballo fue más rápido que él, y la espada del caballero lo abatió en mitad de su carrera.
La vieja sólo se movió cuando el caballero la tocó con el pie, para saber si andaba viva o muerta. Entonces pareció resucitar, estirando poco a poco sus miembros, doliéndose de las magulladuras y de los quebrantos. El caballero la miraba con curiosidad, entre intrigado y divertido.
- Pero mujer… ¿Qué les has hecho a éstos para que te acosaran como lebreles? ¿Te tienen por bruja y les amenazaste con un maleficio?
- No crees, primero de los primeros. Pero pronto creerás- le contestó con un susurro la vieja mientras se frotaba sus heridas. El caballero le respondió con una risotada, mientras buscaba entre las alforjas del caballo y sacaba vino, pan y algo de carne seca
- ¡Ahórrate tus cuentos para los crédulos, vieja! Ten más seso, si es que no se te ha desparramado con tanta pedrada. Y piensa que si no anduvieses con estos negocios, a buen seguro que te habrías ahorrado el susto y la paliza, que ese de ahí –dijo señalando el cadáver del campesino- buen odio que te tenía, y solamente pensaba en darte muerte…
- Muerte… Por ello fue. Conozco los secretos del pasado, del presente y de lo que está por venir. Mucho insistió él en que le hablara de su futuro, y cuando le predije que moriría antes que yo… quiso demostrarme que andaba errada. Matarme a mí era darse la vida a sí mismo, pues oyó mi profecía y la creyó maldición.
- Buena lengua gastas, vieja –rió el caballero sentándose en una piedra e hincando diente al pan. Pero es fácil hablar de predicciones cuando ya se han cumplido. Y ése –señaló de nuevo al muerto- no te va a desdecir. ¡Venga! ¡Veamos qué tanto poder tienes! Te desafío a que me digas de donde vengo y a donde voy, y si aciertas te ganarás un trago de mi vino, que a buen seguro que lo necesitas, tanto para que se te pase el susto como para aclararte las ideas.
La mujer suspiró, y se lo quedó mirando con una expresión de cansancio y hastío en los ojos. Finalmente se sentó ante el caballero y le dijo:
- Vienes de un largo viaje. Te iluminó la fe a la ida, te ensombrece la duda a la vuelta, y por mucho que te limpies las manos sigues teniéndolas tintas en sangre. Partiste hace ya tiempo, y tantas cosas te han pasado que te parece que haya sido una vida entera. Y en verdad una vida nueva te espera, al final de tu camino.
La expresión divertida del caballero se disolvió en su rostro, y sin decir palabra arrojó el pellejo de vino a la vieja, que bebió de él con avidez. El caballero se puso a hablar entonces, mirando más allá de la vieja, y su narración estaba dirigida más a sí mismo que a la mujer que junto a él se hallaba.
- Me llamo Houg de Molay, y soy tu señor, pues estas tierras que pisas son mi feudo, y el castillo que se alza sobre la colina es mi hogar. Hace años que lo abandoné, dejando a mi mujer y a nuestro hijo, siguiendo el llamado del Santo Padre de Roma para ir a conquistar Tierra Santa, en poder de los infieles. Cruzamos media cristiandad, desiertos que parecían interminables y territorios poblados por paganos antes de llegar a la ciudad de Jerusalén. Dimos tres vueltas en procesión alrededor de las murallas de la ciudad, mientras los infieles que las defendían se mofaban de nosotros, pues nos habían dicho los sacerdotes que nos acompañaban que ante nuestra piedad y nuestra fe las murallas se vendrían abajo, como los muros de la bíblica ciudad de Jericó. Pero las torres y las defensas de Jerusalén siguieron tan sólidas como antes, y hubimos de levantar asedio. Los de la ciudad pasaron penuria, pero no pasamos menos nosotros, que los enemigos hostigaban nuestros suministros y sufrimos hambre, tanta que hubo entre nosotros quien empezó a devorar a los enemigos muertos, diciendo que no era pecado comer de la carne de un infiel…
Por fin asaltamos la ciudad… y degollamos a muchos de los que encontramos dentro, tanto defensores como gentes inocentes. Muchos se escondieron en sus iglesias, e hicimos tal mortandad entre los que nos suplicaban clemencia que en algunos templos la sangre llegaba hasta los tobillos. Luego saqueamos la ciudad que decíamos adorar. Muchos se quedaron luego, en ese nuevo reino. Yo me fui.
El caballero parpadeó, y miró a la vieja como si la viera por primera vez. Le sonrió un poco a su pesar y añadió:
- Te has ganado el vino, vieja, pues en verdad has acertado, ya sea por azar o porque en verdad sepas leer el alma de los hombres. Ahora, lo único que quiero es volver a mi hogar, estrechar de nuevo entre mis brazos a mi mujer y ver a mi hijo, que lo dejé en la cuna y ya debe ser casi un hombre…
La mujer no escucha al caballero. Está absorta, casi hipnotizada,  mirando el símbolo dibujado en su escudo. Es una cruz con aspas en los extremos, orientadas hacia la izquierda.
- Dime, caballero… ¿Por qué llevas éste símbolo en tu escudo?
- ¿Ésta cruz? Es una cruz cretense, o eso me dijo mi viejo mentor. Cuando partí a la Cruzada nos dijeron que pintásemos una cruz en nuestros escudos, y yo, que era más joven y más ambicioso, quise ponerme una cruz diferente, para destacar y que se me reconociera en las hazañas que en nombre de Dios iba a realizar. 
- Su origen es mucho más antiguo y mucho más lejano que la isla de Creta, caballero. Yo que tú no lo adoptaría como signo, pues allá en las lejanas Indias es símbolo de oscuridad...
El caballero lanzó una risotada
- Abusas de mi desgana, abuela, que el que te haya salvado la vida no quiere decir que ande enamorado de ti: ¿Cómo va a ser una cruz símbolo del mal?
- Yo no he dicho el mal, sino la oscuridad. La cerrazón. El no querer ver lo que está ante tus ojos...
- Si tanto sabes y tantos poderes tienes, vieja, ¿por qué no has predicho el ataque de los campesinos?
- Lo predije. Sabía que me atacarían, e igualmente sabría que tú vendrías.
- ¿Y sabes cuando has de morir? –dice el caballero con tono irónico
- Si, mi señor, dueño de mi vida y de mi muerte. Mi hora está muy cercana.
Houg de Molay, señor feudal, caballero y cruzado monta de nuevo, meneando la cabeza y pensando, para sí, que, al fin y al cabo, se en verdad le habían desarreglado los sesos a la vieja de alguna pedrada, si es que no lo tenía ya antes enfermo, el entendimiento. Y mirando lo bajo que está el sol se da cuenta que la noche lo sorprenderá en mitad del camino, a no ser que tome un atajo que conoce desde chico, un viejo camino que cruza el bosque y que conduce a unas viejas ruinas, que no falta quien dice que antaño fueron templo de paganos. Y hacia allí dirige su caballo, sin volver la vista atrás ni decir otra palabra a la vieja, que se le quedó mirando fijamente, murmurando entre dientes:
- ¡Ve caballero! ¡Ve hacia tu destino! Que lo que ha de ser, sea.
El senderuelo estaba peor de lo que el caballero recordaba, y esto, unido a la oscuridad creciente, han obligado al caballero a desmontar y llevar su caballo de la brida. Y así andaba, maldiciendo para sí, y pensando que este camino corto había resultado ser el más largo, cuando le sorprendió ver luces en las viejas ruinas. Se paró, pensando que serían gentes acampadas, que buscaban resguardo entre los muros que aún se alzaban en pie. Y llevó la mano a la espada, pues lo mismo podían ser viajeros perdidos que un grupo de bandidos o de soldados sin señor, que en ambos casos venía a ser lo mismo. Se fijó entonces en que no era una luz de hoguera lo que veía, sino luces de antorchas. Y entonces un grito desgarrador cortó la noche, y el caballero no dudó más.
El primer encapuchado murió sin darse cuenta que lo hacía, tan violento fue el golpe de espada que le hundió el cráneo. Los demás, cuando quisieron recuperarse de su sorpresa, tenían entre ellos un demonio vengador, que les acuchillaba con su espada hendiendo sus carnes y esparciendo sus entrañas por el suelo. Pocos reaccionaron y trataron de huir. Ninguno se defendió.
Solamente el encapuchado que estaba ante el altar ignoró al caballero, ocupado como estaba en arrancar el corazón de su víctima, que yacía sobre un mar de su propia sangre sobre el altar. Ante los ojos horrorizados del caballero, el encapuchado alzó finalmente la mano que hurgaba en el pecho de la víctima, alzando hacia la luna un corazón chorreante. Empezó a gritar una letanía, y el caballero, dando un grito nacido del miedo y de la desesperación, se plantó junto a él de un salto y le hundió en el vientre la espada. Cayó la capucha de su víctima, y Houg de Molay se dio cuenta que el encapuchado no era otro que Anette, su mujer. Ésta le miró con infinito odio, aferrando con sus manos la hoja de la espada. La herida era mortal, pero una fuerza demoníaca parecía poseerla, y en lugar de gemidos de agonía su boca escupió estas palabras:
- Maldito… ¡Maldito seas! Mi señor Agaliaretph me hubiera dado mucho más poder del que podáis imaginaros, tú y tu patético crucificado. ¡Y todo a cambio del alma de tu cachorro! ¡No te creas que lo has salvado, que su alma ya ha sido entregada, y arderá para siempre en el Infierno! Yo… –tosió y se le llenó la boca de sangre, y ya no dijo más, que la vida huía de su cuerpo. Sin embargo, aún tuvo fuerzas para escupirle a la cara un salivazo ensangrentado, antes de morir.
Miró entonces Houg al altar, temiendo lo que vería, sabiéndolo ya, y vio que el cadáver era el de un adolescente, casi un niño. Y pese al miedo y el dolor que estaban marcados en su cara, reconoció en ella sus rasgos y los de la que había sido su mujer. Y supo que Anette no le había engañado, y que en verdad ese era su hijo…
Amanecía ya, y la anciana seguía sentada en la roca, junto al cuerpo de aquel que intentara matarla. Oyó unos pasos quedos acercarse por su espalda, y se giró sin prisas, para enfrentar a la muerte cara a cara. Dijo entonces, sin el menor asomo de sorpresa:
- Tú… Sabía que serías tú, señor de mi vida y de mi muerte…
La espada le cortó limpiamente el cuello. La cabeza cayó por un lado, el cuerpo se derrumbó por el otro. Y Houg de Molay, con la mirada enloquecida, empuñando la espada ensangrentada y aferrando su escudo le habló a la cabeza, como si aún pudiera oírle:
- Sí maldita bruja, yo soy. Creo en tu poder, pero he aprendido que procede del Diablo. ¡Y ahora que vas a los Infiernos, dile a tu señor que le declaro hostilidad eterna, a él y a todas sus criaturas! ¡Emprenderé contra él una nueva cruzada, bajo esta cruz,  que tu llamas de la oscuridad, pero que yo te digo que es de la luz verdadera!
- Y así sucedió, joven hermano -dijo el viejo- Así fue como Houg de Molay fundó nuestra orden. Y por ello esta, la cruz cretense, es nuestro símbolo.
Miró al cielo, leyó en la posición de la luna la hora que era, y levantándose trabajosamente llamó a los hermanos a su alrededor.
- Ha llegado la hora, hermanos. Allí abajo, alrededor de esa hoguera, los seguidores del Diablo adoran a su señor. ¡Caeremos sobre ellos y segaremos sus vidas como si fueran mies madura! No escuchéis sus súplicas, no les dejéis hablar siquiera, para que no os lancen maldiciones ni encantamientos. No tenéis que tener piedad, pues no la recibiríais de estar vueltas las tornas. ¡Adelante, fráteres!
Y los hermanos de la Fraternitas Vera Lucis [1] prepararon sus armas, y empezaron a bajar silenciosamente la loma, hacia la hoguera que ardía alegremente, dispuestos a derramar, una vez más, la sangre de quienes no compartían su credo. Dispuestos a luchar con el acero contra la magia, a destruir a toda criatura maligna solamente con su valor. A vencer al Diablo solamente con su fe. Aunque ello significara no sobrevivir a esa noche de brillante luna llena…
FIN


 Si has llegado hasta aquí es que acabas de disfrutar de un relato de Ricard Ibánez que ilustra los inicios de una de las claves que hizo que Aquelarre sea tan especial para mi.

Espero que os haya gustado.

Un saludo desde Girona

Albert Tarrés

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